Historias de semáforo

Hugo Rincón González

Desde que llega se le ve el gesto huraño. Podría uno imaginarse que tuvo un mal rato o una mala noche. Es recurrente su mirada agresiva y su estilo pendenciero. Siendo un joven aún, la alegría y la jovialidad no se le ve por ningún lado. Se instala habitualmente en el semáforo de la calle 96, aunque también es un trashumante urbano. Lo he reconocido en otros lugares de la ciudad con su misma actitud. Limpia vidrios armado con un frasco de plástico y una bayetilla sucia. Sin avisar, dispara el chorro desde su recipiente y enseguida se toma por asalto el vidrio panorámico del vehículo que se estacione primero esperando el cambio de luces del semáforo.
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Ella es demasiado pequeña, casi una mujer liliputiense. Llega silenciosamente. Su cara está cubierta por un tapabocas que la hace ver mayor. Viene acompañada de un hombre de unos cincuenta años que la instala en el separador del mismo lugar donde se ubica el joven limpiavidrios. Uno podría aventurar una hipótesis intrigante de que es su pareja y la pone a trabajar en este sitio, vendiendo dulces y moviéndose peligrosamente entre los vehículos tratando de pescar clientes para sus golosinas o al menos por solidaridad, sin comprar, le compartan unas monedas para que el riesgo que corre se justifique por algo.

Alguna vez sostuve una conversación con el joven limpiavidrios mientras se dedicaba a su trabajo en el panorámico del vehículo que manejaba. Le dije: “… ¿Por qué su actitud siempre es agresiva y pendenciera con los que se niegan a que les limpie los vidrios de su carro?”. Me respondió: “… No sé por qué me dice usted eso, siempre soy amable con los conductores que van en sus carros. Es más hasta me sonrío con ellos. Es que la gente no sabe por la que pasa uno para levantarse lo de la papa”. 

Con la mujer pequeña del semáforo de la calle 96 nunca he cruzado palabra alguna. La observo moviéndose con agilidad entre los carros pasando sus dulces. Alguna vez le alcancé a ver su cara sin el tapabocas y comprobé que es una mujer joven trabajando para otra persona. Es silenciosa y vive concentrada en que los conductores le compremos lo que ofrece.

En un separador, al lado de un semáforo en Ibagué se cruzan dos historias con el común denominador de la pobreza. Como estas personas hay miles en las grandes ciudades. Cargan a cuestas una pesada cruz muchas veces ligada a la exclusión social por su origen o por las consecuencias generadas por el conflicto armado en nuestro país. Se vuelven parte del paisaje urbano. Son seres invisibles para la mayoría de los conductores. Algunos los insultan y los amenazan, por ello como reacción estas personas se transforman en seres violentos con un gran resentimiento social.

¿Quiénes piensan en la historia detrás de cada persona que vive en un desesperante rebusque? Como dicen muchos: “… primero yo, segundo yo, tercero, cuarto…”. El sistema vomita miseria como sentenció alguna vez el desaparecido Eduardo Galeano. Nuestra cultura basada en el egoísmo hace que no nos importen esas personas. “Afean el paisaje” dicen algunos arribistas y “ojalá los reubicaran en otros lados” rematan.

El joven limpiavidrios y la pequeña liliputiense van desapareciendo de sus sitios de labor bien entrada la noche. Algunos días les irá bien, otros no tanto. La rutina se repite como un golpe recurrente de un martillo sobre una superficie dura. Van rumiando su amargura y su juventud se consume en luchar por conseguir la comida. Estos son “los nadie” que debemos visibilizar y apoyar para dignificar su vida. 

Ambos personajes sueñan con mejorar sus condiciones y cuando eso suceda el gesto ceñudo del joven limpiavidrios y el tapabocas de la pequeña desaparecerán y quizá en ese momento esbocen una gran sonrisa.

 

HUGO RINCÓN GONZÁLEZ

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