Se han escrito volúmenes por parte de cientÃficos y técnicos sobre los perversos efectos que la controvertida Ley 100 ha tenido, durante si vigencia, sobre el Sistema Nacional de Salud.
Periódicamente se conoce que se carece de suero antiofÃdico, que desapareció el programa de control de la malaria, que el inventario de vacuna contra la fiebre amarilla está agotado. . . para no hablar del descalabro de hospitales, clÃnicas y centros de salud dentro del maremágnum de EPS, IPS e intermediarios financieros surgidos al amparo y con el contubernio de los diferentes gobiernos.
Como si faltara poco y a la vista de todos y del estupor de las autoridades médicas del continente regresan epidemias de enfermedades que se suponÃa erradicadas o confinadas a novelas de aventuras de siglos pasados que se escenificaban en remotos confines como el cólera en las páginas de Emilio Salgari.
El último de esos episodios lo protagoniza la epidemia de sarampión en el Atlántico, una enfermedad que parecÃa de la exclusividad y el monopolio de estados fracasados y donde ocurren tragedias humanitarias de proporciones bÃblicas como Somalia o Eritrea.
Sin embargo, las manifestaciones del sarampión parecen ser apenas la punta del iceberg, pues pese a campañas nacionales gratuitas, que se anuncian de cobertura universal, existen grandes segmentos de población que, por diversas razones como ignorancia, pobreza, desplazamiento forzado o injustificado temor a las vacunas han dejado de vacunar a sus hijos o no han completado el ciclo básico y esencial del proceso y existe el temor de que del olvido del tiempo regresen enfermedades como el polio o, inclusive, la viruela.
El asunto no es de poca monta y requiere de la reacción inmediata y efectiva de todos los organismos de salud con apoyo de todo el aparato educativo en aras de controlar lo que podrÃa ser una pavorosa epidemia.
Los mismos Smith y Ricardo, padres del capitalismo establecÃan algunas funciones como indelegables por parte de los gobiernos.
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